Salir al balcón para ver
todo el escenario de nada
donde nada varía más que
mínimamente. Los detalles
que sabemos de memoria
de nuestro espacio propio.
Y contemplarlos igual,
que nuestra mente viaje
por cada rincón detallado
de nuestro paisaje
hasta encontrar algo
que haya mutado un poco.
Y verlo profúndamente
contemplar hasta el último
significado alegórico que
nos puede dar esa realidad,
aturdidamente pasiva,
e imaginar un mundo
lleno de fantasías.
Para darse cuenta luego
de que ya se acabó
el tiempo para meditar
y volver a la realidad
con un espacio menos
reducido dentro,
en nuestro espíritu.
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